Ganadería recelle
Carne de buey: sólo uno de cada 10.000 platos despachados como buey lo es
Héctor López, 38 años, jefe de cocina del restaurante lucense España, entre dos de los bueyes de la explotación familiar en Portomarín (Lugo).
Javier Caballero
Fotos de Thomas Canet
Actualizado: 30/11/2017 09:33 horas
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Que no le den vaca por buey porque se estima que apenas uno de cada 10.000 platos despachados como buey lo es realmente. Visitamos la ganadería Recelle de Lugo, en cuya finca de 10 hectáreas miman unos 15 animales del apenas millar que hay en España, para saber por qué esta carne es tan especial.
Dicen los entrados en carnes -por expertos-, que "sólo hay un buey auténtico por cada 10.000 vacas despachadas", regularmente disfrazadas en plato como toro castrado por el taimado mesonero. Este cambalache de terneras por bueyes azuza de polémica parrillas y asadores, foros gourmet. Y eso que la ley lo deja meridianamente claro: el Real Decreto 1698/2003 de 12 diciembre especifica que se etiquete como tal carne la que provenga de toro castrado mayor de 48 meses. La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) certifica que cada año se sacrifican en España casi tres millones de vacas, siendo insignificante, ínfimo y sin reflejo estadístico el consumo de estas bestias. Encontrar pues en la península Ibérica esta res totémica -adorada por los carnívoros de pro y vendida a precio de oro puro por templos del buen yantar- es hallar una aguja en un pajar. Pero en Galicia hay algunos pajares.
Ejemplar de buey de Recelle. En el momento del sacrificio estos animales dan más de 1.300 kilos de carne.
Con escasos pero formidables bueyes. Bellos y con aureola legendaria, mítica. Como los que cuida la familia Pérez. Ninguna saga puede presumir de redondear el círculo virtuoso de esta carne roja compacta, con perfecta infiltración en grasa y poco nervio. La llevan criando desde hace más de un siglo en esta casa con finca levantada en 1756, con unos ancestros que han pernoctado al calor de su presencia en los duros inviernos y cuyos herederos hoy la miman profesionalmente en cocina con el cariño de sus brasas. "En esta finca de Recelle [ayuntamiento lucense de Portomarín] siempre hubo dos yuntas. Una pareja para trabajar las fincas, los bueyes pequeños, y otra, los más grandes, dedicados al tiro, para arar y arrastrar carros. Eran parte de la familia. Incluso en la cocina vieja, en la lareira, los bueyes daban calor a las habitaciones", comenta Héctor López (38 años), chef del Grupo Nove, al mando de la cocina del centenario restaurante España de Lugo capital.
Desdoblado en chef y ganadero, Héctor es el último eslabón de esta parentela consagrada a un animal esquivo, exigüo, cotizadísimo, una rareza de otros tiempos. Antaño se consumían sin hedonismo ni delicatessen tras sus días de gloria, sacrificados de puro viejo, retirados del tiro, derrengados y la mayoría de las veces con las extremidades dañadas. Por puro folclore o morriña, aún hay quien adorna sus testas enyugadas con flores y pieles de perros pastores que fueron fieles guardianes. Las 15 cabezas de buey que poseen -rubios gallegos, algún cacheno, vianeses- pastan por 10 hectáreas de prados. Su dieta: hierba fresca esmeraldina, cereales varios (cebada, soja, colza, salvado), castañas y un montón de harina de maíz (unos 10 kilos al día). "Y barras de pan que comen como si fueran golosinas", subraya Paco López, 42 años, hermano de Héctor, y responsable de sala del restaurante familiar.
La carne de buey tiene pocas calorías, pocas grasas y nada de carbohidratos.
Los López tienen a sus bueyes todo el año en semilibertad. Estos machos adultos son desparasitados y castrados, y se mochan los filos de su cornamenta. "Hay que castrarlo antes del año y hay dos maneras: por extracción y cirugía de los testículos, o a través de un emasculador no traumático que sólo estrangula el riego sanguíneo y así los testículos quedan en la bolsa escrotal pero se van atrofiando", apunta Javier Sande, el veterinario que trabaja en Recelle. El cebado o sobrealimentación puede extenderse más de tres años. Sacrifican no antes de los siete años de edad, "y sin estrés para no acidificar la carne. Mientras, viven en este hotel de cinco estrellas donde se mueven donde quieren", señala Francisco López Penelas, padre y piedra angular de esta finca -donde literalmente nació- plena de castaños y de robles. En el matadero la infiltración en grasa de las reses se descubre perfecta (nivel 5 sobre 5). "La carne de buey es jugosísima, hay pocos y no todos saben cuidarlo, no hay casi nada escrito sobre ellos", añade.
También son pocas las explotaciones pecuarias en nuestro país dedicadas al buey. Su crianza resulta improductiva, con un proceso de inmolación (varios meses de cámara) desesperante a ojos de la rentabilidad. Desperdigados por Galicia, País Vasco y Castilla y León, los escasos que quedan (no llegan al millar, unos 500 en Galicia) son paseados como rarezas en ferias, siendo sus dueños remisos a cualquier transacción. Si se da el trato, el precio fluctúa entre 12.000 y 15.000 euros por ejemplar "terminado morfológicamente", con un canal que rebasa los 1.300 kilos. El kilo (ya en plato en el restaurante España, por ejemplo) se tarifa a 98 euros. Muchos restaurantes compran cortes incluso antes del sacrificio, en un juego de toma y daca entre los grandes templos cárnicos del país y los marchantes que colocan las piezas fuera de las fronteras.
Elegancia en boca
La familia López converge en objetivos más domésticos: abastecer al restaurante y convertirse en un referente en España en todo el proceso que atañe al animal: extremar el cuidado en su forma de vida, la selección de la raza, la alimentación, el sacrificio, la maduración, el corte preciso, el atemperado y la ulterior preparación en cocina. Los cortes predilectos suelen ser los chuletones (de kilo y medio a dos kilos; de cada animal salen unos 50), de gran elegancia en boca, puesto que sus ácidos grasos son menos insaturados que los de una vaca vieja. El buey tiene un sabor más fino, más aromático, más persistente y más jugoso que esta. Se precian los lomos (alto y bajo), los filetes, el solomillo, las chuletas, jarretes, cadera o croca, babilla, tapa y contratapa; de segunda clase se encasillan el morcillo, la aguja, vacíos y espaldilla, y de tercera, pecho, rabo, falda y pescuezo. "La vaca vieja está buenísima, la tenemos en el restaurante, pero el buey es distinto. Cada vez que matamos uno [algo que ocurre cuando el animal no puede mejorar más; no hay fecha fija] hacemos una carta nueva con unos 14 platos: picanha, steak tartare, la punta de contra...".
Los 15 cabezas bueyes que poseen en la finca Recelle pastan por 10 hectáreas de prados.
No siempre lo tienen en el restaurante, porque tras los 100 o más días de maduración en cámara de la carne, en tres semanas vuela de los platos toda su carne. "Vamos a maduraciones largas pero que sepan a carne. Es un producto impresionante que exige un trato a la altura", se entusiasma Héctor López, quien aconseja el trinchar a contra de veta y sobre todo el reposado, para que se redistribuyan los jugos dentro del chuletón antes de su consumo. Y al unísono los López rematan: "Intentamos hacer todo perfecto".
Las virtudes de un manjar en datos
Cien gramos de carne de buey contienen 109 kilocalorías, 18,27 g de proteínas, 3,48 g de grasa, 51 mg colesterol y nada de carbohidratos. Presenta un estimable aporte de vitamina B12, aminoácidos esenciales así como potasio, magnesio y fósforo. Su grasa nunca se convierte en sebo debido a la dieta.
El espectro cromático de la carne varía en función de la raza, con destellos que van desde los bermellones, a los teja y al ladrillo vivo. Los tonos de la grasa presentan color perlado y/o amarillento. En boca, la carne de buey se exhibe potente, mantecosa y en nariz es especialmente aromática.